La librería

Era domingo, llovía a mares. El cielo encapotado impedía al sol brillar. Salió de su portal, se cubrió sus cabellos castaños con la capucha de su abrigo favorito y sonrió agradecida por el olor a limpio del ambiente.

Camino cuesta abajo, y no le apenó la certeza de tener que trabajar un domingo. Cruzó la calle mientras rebuscaba en su bolso, más que un bolso parecía una bolsa de viaje, en pro de su manojo de llaves. Salió del paso de cebra con las llaves en la mano.

Se detuvo frente al escaparate de la librería Hiparquia. El escaparate estaba plagado de telarañas de Halloween, calabazas y murciélagos. Un póster del castillo de Drácula en tonos gris era el broche de oro de la decoración. Se agachó para pelearse con la verja. Cada vez que llovía, la llave se atascaba en la vieja cerradura del negocio heredado de sus padres.  Después de poner todo su empeño en ello, levantó la verja para volver a bajarla tras de sí.



Con la luz del móvil encendida fue corriendo tras el mostrador para pasar el llavero en forma de flor por la alarma, la cual consideraba un gasto inútil. Nadie iba a entrar a robar literatura. Dejó el bolso sobre la mesa, y encendió algunas luces. Tocaba cambiar el escaparate.

A 4 de noviembre ya no era necesario darle tanto bombo a Barker y los nietos de Stoker. Retiró la precuela de Drácula, y al propio Drácula del escaparate, el último de Stephen también iba ocupar otro lugar más adecuado, y con gran satisfacción volvió la saga Crepúsculo a su estante.

Tenía un poster magnífico de Yo Julia que iba de cabeza a sustituir al desvencijado castillo de la novela victoriana. Ya estaba ansiosa porque le llegase la novela. Los cuatro del cementerio de libros ocupaban un lugar privilegiado en su corazón y en el escaparate, así que decidió orientar una de las luces led hacía la tetralogía del señor Zafón.

A pesar de que no le apetecía nada entrar al almacén, debía de hacerlo. Necesitaba la dichosa escalera para alcanzar los focos y orientarlos a su antojo.

Nunca entraba en el almacén, a día de hoy no se vendían tantos libros como para tener que guardar ejemplares en stock ahí dentro. Una mueca de fastidio se dibujó en su rostro al accionar el viejo interruptor, de estos redondos y negros, y comprobar que ninguna luz se encendía. Quizás era una señal para no entrar, pero Sofía Sapientia estaba decidida a entrar en el viejo almacén, se dió media vuelta para volver armada con su móvil y la aplicación linterna.

La escalera, que debía de estar junto a la puerta, estaba al fondo del almacén. ¿Cómo había llegado allí? Pues lo ignoraba, quizás una broma pesada de alguna de sus hermanas. El suelo estaba plagado de cajas con su correspondiente capa de polvo, acumulado por el paso del tiempo. La curiosidad se adueñó de ella por.un instante y decidió comprobar qué contenían. Hacía 14 años que regentaba el negocio y jamás se le había pasado tal cosa por la cabeza.

Comenzó por la más cercana. Estaba hasta arriba de cuadernillos rubio, la siguiente, contenía libretas de pautas, otra una colección entera de novelas pseudo románticas pero que en realidad eran, bueno ya sabéis, para amas de casa frustradas con su vida sexual. ¡Que parva! ¿Que iba a encontrar en el almacén de la vieja librería de su abuela?

Cogió la escalera, y dio media vuelta enfilando hacia la carcomida puerta del almacén, cuando en una de las baldas de madera vio un sobre tamaño A4 amarilleado por el paso de los años. El sobre estaba cerrado con un sello lacrado, en el reverso sólo un nombre; Sofía.

Esa era ella, pero bien podría, y esto era lo más probable, que el sobre fuese dirigido a su abuela, pues ella llevaba su nombre en honor a ella. También podría haber sido dirigido a su bisabuela, también Sofía, y gran escritora, aunque publicaba bajo pseudónimo. Y sí quizás el sobre era mucho más antiguo aún, podría haber sido dirigido a la abuela de su bisabuela, poetisa y filósofa.

Sofía cogió el sobre que llevaba impreso su nombre y lo posó con sumo cuidado sobre el mostrador. La caligrafía que dibujaba su nombre era exquisita, como se hacía antes, sin duda alguna había sido trazada con pluma. Era realmente antiguo. El sello solo contenía una letra; La S.

¡Que frustración! Quería saber cuál era el contenido del sobre, pero no quería retirar un sello tan antiguo. Quizás ese era el motivo por el que nadie lo había abierto aún. Decidió dejar a un lado el sobre, que parecía llamarla, y rematar la tarea que la ocupaba. Ella no era de esas personas que dejaban las cosas a medias.

Volvió al viejo almacén en busca de la escalera y regresó al escaparate. Estaba claramente enfadada. Aquel misterioso sobre había trastocado sus planes de un apacible domingo entre libros, redecorando el escaparate y redactando reseñas para el blog de la librería. Orientó la luz debidamente, iluminando los cementerios y sobre una columna romana de porexpan puso la trilogía de Roma, y sobre un mandil, que se llevó a hurtadillas de la cocina de su hermana, sus favoritas del feminismo. Bien iluminadas estaban Nuria Varela, Chimanda Ngozi, Simone de Beauvoir, Virginia Woolf y Rebecca Solnit.

No podía sacarse de la cabeza el ajado sobre. ¿Cuál sería su contenido? ¿Debía abrirlo? Era muy antiguo, quizás era una falta de respeto desvelar el contenido. Tampoco quería romper el sello de lacre que lo cerraba. Google todo lo sabe y con esta máxima grabada a fuego en su subconsciente se descubrió a sí misma viendo videos de fabricación de sellos en Youtube. Internet es así, vas a por peras y vuelves con limones.

La duda sobre qué hacer con él sobre la seguía carcomiendo cuando el sol se puso del todo. Un golpe seco en la verja de la librería la puso en alerta. Entonces vio la hora; las 9 de la noche. Levantó la verja para hacer pasar a su marido. El siempre tan alegre llegó con una caja enorme de bombones por su cumpleaños. Antes de qué le hubiese terminado de contar su dilema, él ya había abierto el sobre. Casi lo mata, pero sólo casi. Un ensayo manuscrito de filosofía de la abuela de su bisabuela se hallaba acompañado de una nota que rezaba; este es mi regalo, feliz cumpleaños Sofía.



Este relato fue escrito para el 4 de noviembre como regalo de cumpleaños para mi queridísima hermiga Sofía Ferreira

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