El prisionero del cielo de C.R. Zafón. Un breve homenaje al Conde de Montecristo

Carlos Ruiz Zafón es un g.... No, esto ya lo saben ustedes de sobra. Varios autores han realizado algún tipo de homenaje al Conde de Montecristo, pero no de una forma tan evidente, incisiva, que te lo restriegue en la cara y haga algún cameo de la escena de la plata y el sacerdote de Los miserables. Sólo un autor, con agallas suficientes en su prosa y su arte, es capaz de hacerlo y salir indemne; y que Planeta, depredadora de este lado del charco, no haya roto en mil pedazos un contrato editorial millonario.


El Conde de Montecristo

Las similitudes, lejos de ser irritantes y tener un deja vu incrustado en la frente por tanta lectura Zafonesca, no pervierten el disfrute de la lectura, alimentando nuestra cabeza con la información de  la posguerra de nuestro país en las cárceles españolas. El castillo de Montjuic se convierte en el eje principal para contar una historia desgarradora entre Fermín Romero de Torres, amigo del padre de la infancia del autor, y Daniel Sempere.

Locuaz y digna es la explicación que suman dos ejes: David Martin e Isabella. Quedan entretejidas, como lo haría el mejor Fumero, al explicar en qué intervienen directa e indirectamente en la vida del pobre y desdichado Fermín y Sempere hijo.

El realismo literario de Zafón ilumina una cárcel desiluminada para encontrarnos con la verdadera enfermedad que tanto ha atormentado a David Martín, que es un poderoso imán para escritores fracasados que no desean más que el talento de la pluma del fenecido en vida para su gloria y disfrute personal.

La escapatoria de Fermín no interrumpe las hazañas de Mauricio Valls, sino que incrementa el odio y la furia para desembocar en un despropósito mayor, la vida del pobre David Martín.

El éxtasis de la trama en este episodio de la novela dejará sin palabras y aliento a más de uno porque se conecta con el inicio de una de las grandes sagas literarias de este siglo: El Cementerio de los Libros Olvidados.

El prisionero del cielo

La alegoría en esta historia no es la de David Martín en su afán de protección por los que están fuera de sus paredes carcelarias, con su sobrenombre de El prisionero del cielo, sino que es la misma que el actor principal de Los Miserables: La fuga, y posterior resurrección, y el cuidado devoto de un tercero; pero no proveniente de él sino motivado por Fermín Romero de Torres.

Zafón desvía la atención como un buen mago escribiendo una historia que es más parecida a la invención de Victor Hugo que el de un sagaz Alexandre Dumás padre o hijo.

La dama de las Camelias se queda corta con las femme fatale de este escritor como ocurre en el inicio de esta saga, pero en la presente, la femme fatale se convierte en la protectora del salvador Fermín. La Rociíto deja huella en el resucitado para luego descarriarse en el duro mundo de la protección a distancia.

Castillo de Montjuic, cárcel de prisioneros republicanos - Fuente
El desenlace queda cortado como el aliento, con un cambio, un giro, un nuevo rumbo y un nuevo personaje.

Lo que nos depara en la última novela de este ciclo terroríficamente bello, sólo es legible con la misma devoción que esta servidora ha hecho con el resto de libros, con el filo de la navaja listo para cortar donde fuese necesario en cualquier resquicio para criticar de forma mordaz lo que pudiere sin ningún éxito, sin ninguna grieta en el argumento, como diría un crítico ruso a la obra de Nicolai Gógol y su El capote.

A falta del desenlace final, con esta tercera entrega, chapó Mister Zafón.


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